La Última Batalla
Cualquier otro hombre que no hubiera sido malayo sin duda se habría roto las piernas en aquel salto, pero no ocurrió así con Sandokán, que, además de ser duro como el acero, poseía una agilidad de cuadrumano. Apenas había tocado tierra, hundiéndose en medio de un parterre, cuando ya se había puesto en pie con el kriss en la mano, dispuesto a defenderse. Afortunadamente el portugués estaba allí. Saltó a su lado y, agarrándolo por los hombros, lo empujó bruscamente hacia un grupo de árboles diciéndole: — ¡Pero huye, desgraciado! ¿Es que quieres dejarte fusilar? —...